Un árbol se compone de raíces, tronco y fronda. Ésta puede ser exuberante y hermosa, pero no puede sostenerse en el aire. Necesita del tronco, de donde nacen sus ramas. El tronco, a su vez, no podría sustentarse sólo apoyado sobre el suelo. Tiene que echar raíces, las que tomarán nutrientes de la tierra para transmitirlos a toda la planta. Las raíces se hunden en la profundidad de la tierra, la fronda se eleva hacia la amplitud del cielo, el tronco las integra y posibilita la completitud del árbol. Las tres partes se necesitan. La espiritualidad es una dimensión esencialmente humana, la dimensión noógena, como la llamaba Viktor Frankl. Nos eleva por sobre los determinismos biológicos y psíquicos, nos abre a la conciencia de ser partes de un todo. Los humanos somos seres espirituales (lo que no se reduce a lo religioso, ya que los no creyentes entran también en la definición) y esa espiritualidad no se desliga de nuestros cuerpos, de nuestro aspecto material. El lingüista británico Donald Watson, autor del Diccionario de la mente, sostiene: "El alma es espíritu individualizado y el cuerpo alma individualizada".
Como el árbol, no podemos disociar los aspectos que nos hacen ser lo que somos. De la misma manera, el maltrato de cualquiera de esos atributos desmerece a la totalidad que componen. Quienes a cambio de contraprestación económica prometen paz espiritual sin compromiso, sin confrontar la sombra que habita en nosotros y en el mundo, deshonran tanto a nuestro ser físico, convirtiéndolo en simple objeto de manipulación, como a nuestra condición espiritual, al hacer de ella materia de especulación. Para cobrar por lo que no tiene precio, tiene que haber quienes estén dispuestos a pagar por lo que no se puede vender. Así, en conjunto, unos y otros crean árboles sin fronda ni raíz. Troncos que se derrumban con los primeros vientos de la insobornable realidad.
Sergio Sinay
Bailarina dibujada por el viento
cabello de hojas verdes
pies húmedos y etéreos